21 enero 2010

A libélula e a tartaruga

Una libélula recién nacida que flotaba con sus alas sobre el agua transparente del riachuelo, vio, inmóvil, sobre una piedra, a una tortuga que tomaba un baño de sol.

Espantada, ante esa cosa tan extraña, se posó sobre una flor de alelhí para ver mejor.

La tortuga pensando que la libélula estaba admirándola, le dirigió la palabra:

-Entonces, ¿buscas modelos que imitar?

La libélula dio un salto, asustada. Nunca había oído un sonido tan grave y tan pastoso.

-Pensé que usted estaba muerta, de tan inmóvil. Dijo en tono de disculpa.

-Tú tienes mucho que aprender. Dijo la tortuga con voz magistral.

­-¡yo también fui como tú, agitada y voladora!

-¿Agitada, yo? -No me había dado cuenta. La verdad, mi mayor placer es flotar, leve y dejarme llevar por la brisa, sin ningún esfuerzo. Replicó la libélula.

-En ti todo es despilfarro, dijo la tortuga: -alas vibrando, un ir y venir constante, volar sin cesar. Pero todo esto hace mal. Lo más económico es la inmovilidad de cuerpo, de los sentimientos, del pensamiento. La vida es como la vela. Cuanto más tiempo está apagada, más tiempo dura...!

Pero, ¿qué tiene de bueno una vela apagada?, preguntó la libélula.

-Una vela apagada ¿no es una vela que está muerta en vida?

Pero la tortuga tenía ideas definitivas.

Opiniones firmes. Como su coraza. Y no se entretenía en oír consideraciones aéreas.

-Mi filosofía es simple: nunca estar de pie cuando puedes estar sentada; nunca estar sentada cuando se puede estar acostada. Como medida de seguridad, me quedo siempre acostada...

La libélula se quedó asustada al saber que alguien pudiese vivir así e iba a preguntar si la vida valía la pena. -¿Mejor no sería morir?

Pero la tortuga no le dio tiempo.

-Tu aún no has aprendido la lección del peso. Para volar es necesario ser leve. Pero todo lo que es leve desaparece en el aire: las pompas de jabón, los papalotes, el humo... A los niños les gusta soplar las pompas de jabón. Pero, para volar, tienen que ser frágiles y diáfanas. Sobreviven un tiempo efímero y luego se van!

También los papalotes. Para volar tienen que ser hechos con varitas muy finitas y con papel de china para luego terminar enredados en alguna rama de árbol. ¿Por casualidad tu viste ya a alguna tortuga desaparecer en el aire o enredada en alguna rama de árbol?

Están siempre fuera de los enredos por no ponerse a volar. Son pesadas. Quedan siempre en el suelo. La altura es siempre peligrosa. Pero nosotras somos prudentes. Volar es una cosa arriesgada, que exige ligereza y fragilidad. Eso les fascina a los niños. Pero no a los adultos, que desean la seguridad!

Los adultos son graves, y grave es lo que respeta la ley de gravedad, que va siempre para abajo. Los adultos, cuando quieren elogiar a alguien, dicen que es una persona de peso. ¿Lo contrario de esto? ¡Liviano...! Una persona liviana es alguien que no se debe tomar en serio. Yo soy el modelo de los adultos. Y es por eso que a medida que van viviendo, se van poniendo cada vez más parecidos a mi...!

La libélula iba a decir que se leve es cosa muy gustosa, que da siempre una voluntad enorme de reír. Pero se calló, por miedo de ser acusada de liviana. Ella se había dado cuenta que la tortuga no lograba reír.

-Es necesario estar siempre a la defensa, continuo la tortuga. -Ve tu cuerpo, fino como un palito. El pico de cualquier pájaro puede cortarlo por la mitad...!

En ese momento una calandria que estaba trepada en una rama, viendo a la libélula tan distraída, dio un salto en su dirección con claras intenciones de devorarla. Si las libélulas no fueran leves y expertas, hubiera acabado como comida de pajarito. Pero ella se desvió cual flecha y la calandria se quedó con la cara de boba.

-¿Te das cuenta?, dice la tortuga. A ninguna calandria se le ocurriría atacarme. Tu deberías encontrar un hueco de algún árbol para esconderte. Los adultos lo hacen así. Y viven en los más diferentes tipos de huecos, que van desde casas hasta empleos públicos. Mi caparazón es fuerte. Ni un martillo consigue romperlo. Tu eres blanda. Yo soy dura. Blandas son las niñas, los poetas, los artistas, los soñadores. Duros son los banqueros, los policías, las personas de convicciones sólidas, poseedoras de la verdad. Todas las libélulas deben volverse tortugas. Por eso existe la educación. Cuando los niños dejan de ser libélulas para volverse tortugas, los adultos dicen que ya son maduros. ¡Pero es un error de ortografía!

Cosa madura es una cosa blanda, próxima a pudrirse y acabarse. Lo que quieren realmente decir es que se hicieron armaduras. Las armaduras resisten los siglos. Como yo: impenetrables, constantes, siempre las mismas. Yo seré mañana lo que soy hoy. Por eso pueden confiar en mi. Soy totalmente previsible. En cuanto a ti, no sé dónde estarás, llevada por el viento. Nadie dice que Dios es viento o nube. Todos saben que él es roca, cosa como yo. Claro que las armaduras crean ciertos problemas. Se ponen difíciles de jugar, no es fácil abrazar. Es difícil dormir. ¡Pero este es el precio de la sobrevivencia!

En ese instante algo inesperado sucedió. Un mísero mosquito que volaba por ahí, entró distraídamente en al nariz de la tortuga. Hasta las armaduras tienen huecos. Y ella sintió un cosquilleo enorme. Aspiró. Ella no estaba acostumbrada a las perturbaciones de tal orden. Se sacudió toda, se desequilibró y se calló de la piedra donde estaba. De piernas para arriba, sobre su casco redondo. Si fuese una libélula, ella se hubiera enderezado con un soplo. Pero era demasiado pesada. Se quedó presa. La armadura se transformó en amarradera. Sucede siempre así. Y ella quedó ahí, indefensa.

Fue cuando un pescador pasó por ahí, se la llevó para su casa y la hizo una sopa deliciosa.

En cuanto a la libélula, voló al compás del viento, feliz de que fuese así tan leve...

A libélula e a tartaruga, Ediciones Paulinas, Sâo Paulo, 1989.

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